Navidad Tiempo de Paz
Hans Christian
Andersen
Allá en el bosque crecía un joven abeto. Tenía un buen sitio y disponía de sol y
aire más que suficientes. En torno suyo crecían muchos compañeros mayores,
abetos y pinos. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa por crecer. No pensaba
en el sol tibio ni en el aire fresco, ni atendía a los niños de la aldea cuando
pasaban charlando en busca de fresas o frambuesas. A veces venían con un canasto
lleno o con fresas ensartadas en un junco, y se sentaban junto al arbolito y
decían:
-¡Ah, qué bonito es!
Pero el árbol no quería oír nada de aquello.
Al año siguiente había crecido un buen tramo y al siguiente uno mayor aún; -y
así siempre se puede saber los años que tiene un abeto si se cuentan sus tramos.
-¡Ah, si fuera grande como los otros árboles -suspiraba el arbolito-, y pudiera
extender las ramas en torno mío y divisar con la copa el ancho mundo! Los
pájaros anidarían en mis ramas y, cuando soplase el viento, movería mi copa con
tanta solemnidad como ellos.
No disfrutaba con los rayos del sol, ni con los pájaros ni con las nubes rojas,
que al amanecer y en el ocaso del día circulaban sobre él.
Cuando llegó el invierno y la blanca nieve centelleaba a su alrededor, venía
corriendo con frecuencia una liebre y daba saltos sobre el arbolito; ¡oh, era
tan fastidioso! Pero pasaron dos inviernos y al tercero, el árbol era tan grande
que la liebre tuvo que correr alrededor suyo. Oh, crecer, crecer, hacerse grande
y viejo era el único placer de este mundo, pensaba el árbol.
En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más
grandes. Pasaba cada año, y el joven abeto, que ya había crecido mucho, se
estremecía al verlo, porque los grandes, espléndidos árboles, caían a tierra con
un estrepitoso crujido. Les cortaban las ramas y parecían desnudos, largos y
delgados; apenas si se les reconocía, pero eran colocados en los carros y los
caballos los sacaban del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué destino les esperaba?
En primavera, cuando llegan la golondrina y la cigüeña, les preguntó el árbol:
-¿Sabéis adónde los llevan? ¿Os los habéis encontrado?
Las golondrinas no sabían nada, pero la cigüeña se quedó pensativa, afirmó con
la cabeza y dijo:
-Sí, creo que sí. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto.
Tenían magníficos mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto. Puedo
felicitarte efusivamente, pues... ¡con qué majestad se alzaban!
-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar! ¿Cómo es el
mar? ¿A qué se parece?
-¡Bueno, es tan difícil de explicar! -dijo la cigüeña, y se marchó.
-Goza de tu juventud -dijeron los rayos del sol-. ¡Alégrate de tu nueva estatura,
de la vida joven que hay en ti!
Y el viento besó el árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el abeto no entendía.
Cuando se aproximaba la Navidad fueron cortados muchos árboles jóvenes, árboles
que con frecuencia no eran mayores ni de más edad que este abeto, que no tenía
paz ni sosiego sino que siempre quería marcharse. Estos jóvenes árboles, que
eran precisamente los más hermosos, conservaban siempre sus ramas, eran
colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.
-¿Adónde irán? -se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo, incluso hay uno
que es más pequeño. ¿Por qué conservan todas sus ramas? ¿Adónde los llevan?
-¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Hemos estado
mirando por las ventanas allá en la ciudad. ¡Nosotros sabemos dónde los llevan!
¡Oh!, les espera el esplendor y la gloria mayores que pueda imaginarse. Hemos
mirado por las ventanas y hemos visto que los colocan en medio de confortables
salones y los adornan con las cosas más preciosas, como manzanas doradas, bollos
de miel, juguetes y cientos de luces.
-¿Y después? -preguntó el abeto, temblando con todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué
ocurre después?
-En realidad no hemos visto más, pero era maravilloso.
-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-. ¡Es mejor
aún que cruzar el mar! Me muero de ganas de que llegue la Navidad. Ahora soy
alto y ancho como los otros que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviera en
el carro! ¡Si me encontrara ya en el confortable salón con toda brillantez y
honor! ¿Y después? Sí, debe haber algo mejor, algo más hermoso, porque si no...
¿para qué habrían de adornarme de esta manera? Tiene que ocurrir algo más grande,
más espléndoroso. ¿Pero qué? ¡Oh, cómo lo deseo! ¡Cómo lo ansío! Ni yo mismo sé
lo que me ocurre.
-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu fresca juventud al aire
libre!
Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde,
verde oscuro. Al verlo, la gente decía:
-¡Qué árbol más hermoso!
Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera.
El árbol cayó a tierra con un gemido. Sintió un pesar, un desmayo, y dejó de
tener pensamientos felices. Sintió pena de ser arrancado de su hogar, del lugar
donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus queridos compañeros,
ni a los pequeños arbustos y flores que crecían en derredor suyo, y quizás ni
siquiera a los pájaros. La marcha no tenía nada de agradable.
El árbol no volvió en sí hasta que, en el patio, descargado con los otros
árboles, oyó decir a un hombre:
-¡Es espléndido! Elegimos éste.
Después vinieron unos criados totalmente uniformados y llevaron el abeto a un
hermoso salón. En torno a sus paredes colgaban retratos, y junto a la gran
estufa de porcelana había grandes jarrones chinos con leones en las tapas. Había
mecedoras, sofás forrados de seda, grandes mesas llenas de libros con láminas y
con juguetes por valor de cientos de coronas -por lo menos, así lo decían los
niños-. Y el abeto fue plantado en una gran cuba llena de arena; pero nadie
podía ver que era una cuba, porque la forraron con una tela verde y estaba
colocada sobre una gran alfombra persa. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué iría a
ocurrir? Tanto los criados como las señoritas de la casa vinieron a adornarlo.
De las ramas colgaron pequeñas redes, recortadas de papel de colores; cada red
estaba llena de caramelos; manzanas y nueces doradas colgaban como si hubiesen
crecido allí y más de cien velitas rojas, azules y blancas fueron fijadas en las
ramas. Muñecas que parecían vivas como si fueran personas -el árbol no había
visto nunca nada igual- pendían de las ramas, y justo en la cima fue colocada
una gran estrella de papel dorado. Todo aquello era esplendoroso.
-¡Esta noche! -decían todos-. ¡Esta noche estará deslumbrante!
«¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuese ya de noche y las luces estuvieran encendidas!
¿Y qué ocurrirá? ¿Vendrán los árboles del bosque a verme? ¿Vendrán volando los
gorriones a la ventana? ¿Echaré raíces aquí y seguiré estando adornado durante
el invierno y el verano?»
Ignoraba bastantes cosas, ¿no os parece? Y tenía verdadero dolor de corteza de
pura ansiedad, y el dolor de corteza es tan malo para un árbol como el dolor de
cabeza para nosotros.
Por fin encendieron las velas. Qué brillo, qué resplandor. El árbol temblaba con
todas sus ramas, tanto que una de las velas prendió fuego a una de ellas. ¡Uf,
lo que dolía!
-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron con rapidez.
Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. ¡Oh, era horrible! Tenía
tanto miedo de perder algo de su esplendor; estaba aturdido de tanto brillo y...
de pronto, la puerta del salón se abrió de par en par y una multitud de niños se
precipitó sobre él como si fuesen a derribarlo. Las personas mayores venían muy
serias detrás; los pequeños estuvieron callados, pero sólo un instante, porque
en seguida comenzaron a armar ruido de nuevo. Bailaron en torno al árbol y
arrancaron un regalo tras otro.
«¿Qué es lo que están haciendo? -pensó el árbol-. ¿Qué va a ocurrir?» Y las
velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron apagadas cuando se
consumieron, y entonces los niños obtuvieron permiso para despojar al árbol.
¡Ah!, se precipitaron sobre él, de modo que crujieron todas sus ramas; de no
haber estado sujeto por la cima y la estrella de oro al techo, lo hubieran
derribado.
Los niños bailaron alrededor con sus bonitos juguetes. Nadie se fijó más en el
árbol excepto la vieja niñera, que fue a mirar entre las ramas, pero sólo para
ver si no se había quedado olvidado algún higo o alguna manzana.
-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso
hacia el árbol. Se sentó bajo él.
-Como si estuviésemos en el bosque -dijo-; al árbol le gustará también mucho
oírlo. Pero contaré sólo un cuento. ¿Queréis oír el de Ivede-Avede, o el de
Terrón Coscorrón, que se cayó por la escalera pero subió al trono y se casó con
la princesa?
-¡Ivede-Avede! -gritaron unos-. ¡Terrón Coscorrón! -gritaron otros. Todo era un
puro clamor y griterío; sólo el abeto se mantenía callado y pensaba:
«¿Tendré que intervenir en esto? ¿Tendré que hacer algo?»
Y claro está que había intervenido y había hecho cuanto tenía que hacer.
Y el hombre gordo contó el cuento de Terrón Coscorrón, que cayó por la escalera
y, sin embargo, se sentó en el trono y se casó con la princesa. Y los niños
aplaudieron y gritaron:
-¡Cuenta, cuenta! -porque querían también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que
conformarse con el de Terrón Coscorrón.
El abeto permanecía muy quieto y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían
contado cosas parecidas.
«Terrón Coscorrón cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa.
¡Sí, sí, así pasa en el mundo! -pensó el abeto, convencido de que era verdad lo
que aquel caballero tan fino había contado-. ¡Vaya, quién sabe, quizá me caiga
yo también por la escalera y me case con una princesa!», y se regocijó al pensar
que al día siguiente sería cubierto con velas y juguetes y frutas doradas.
«¡Mañana no temblaré! -pensó-. ¡Voy a disfrutar plenamente de todo mi esplendor!
Mañana oiré de nuevo el cuento de Terrón Coscorrón y quizá el de Ivede-Avede», y
el árbol permaneció en silencio y pensativo toda la noche.
Por la mañana entraron el criado y la criada.
«Ahora -pensó el árbol- comenzarán a adornarme de nuevo»; pero lo arrastraron
por la sala y, escaleras arriba, lo metieron en el desván y allí lo dejaron, en
un rincón oscuro, donde no llegaba luz alguna.
«¿Qué significará esto? -pensó el árbol-. ¿Qué tendré que hacer aquí? ¿Qué
tendré que oír?»
Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque
pasaron días y noches. No subía nadie y cuando por fin vino alguien, fue para
poner unas grandes cajas en un rincón. El árbol estaba muy escondido, se diría
que había sido olvidado por completo.
«¡Ahora es invierno! -pensó el árbol-. La tierra está dura y cubierta de nieve,
los hombres no pueden plantarme; por lo tanto tengo que estar aquí esperando
hasta la primavera. ¡Qué bien pensado! ¡Qué inteligentes son los hombres! Si no
estuviera esto tan oscuro y tan espantosamente solitario. Ni una pequeña liebre
acierta a pasar. Era tan agradable allá en el bosque cuando había nieve y la
liebre pasaba saltando. Sí, incluso cuando brincaba sobre mí, aunque no me
gustara entonces. ¡Esta soledad es insoportable!»
-¡Pi, pi! -dijo justo entonces un ratoncito asomándose, y otro le siguió.
Olisquearon el abeto y corretearon por entre sus ramas.
-¡Hace un frío horrible! -exclamó el ratoncito-. De no ser por eso se estaría
muy bien aquí. ¿No es verdad, viejo abeto?
-¡Yo no soy viejo! -dijo el abeto-. ¡Hay muchos que son más viejos que yo!
-¿De dónde vienes? -preguntaron los ratones-. ¿Y qué sabes? (eran terriblemente
curiosos). Háblanos del sitio más bonito de la tierra. ¿Has estado allí? ¿Has
estado en la despensa, donde hay quesos en los estantes y los jamones cuelgan
del techo, donde se baila sobre velas de sebo y se entra muy delgado y se sale
gordo, gordo?
-No lo conozco -dijo el árbol-, pero conozco el bosque, donde brilla el sol y
donde cantan los pájaros. Y entonces les contó detalles de su juventud. Los
ratoncitos no habían oído nunca nada semejante. Escucharon con la boca abierta y
dijeron:
-¡Oh, cuánto has visto! ¡Qué suerte has tenido!
-¿Yo? -dijo el abeto, y reflexionó sobre lo que había contado-. Sí, después de
todo, fueron tiempos muy divertidos. Y les explicó lo de la Nochebuena, cuando
había sido adornado con velas y dulces.
-¡Oh! -dijeron los ratones-. ¡Qué suerte has tenido, viejo abeto!
-¡Yo no soy viejo! -exclamó el árbol-. Os diré que, en este invierno en que he
venido del bosque, me encontraba en plena juventud, apenas si había terminado de
crecer.
-iQué bien lo cuentas! -dijeron los ratoncitos.
Y la noche siguiente vinieron con cuatro más, para oír al árbol contar su
historia y cuanto más contaba, con mayor frecuencia se acordaba de todo y
pensaba:
«A pesar de todo, fueron tiempos muy divertidos, que volverán. Terrón Coscorrón
se cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. Quizá también
yo me case con una».
Y entonces recordó a un gracioso abedul que crecía en el bosque y que, para el
abeto, era una verdadera princesa.
-¿Quién es Terrón Coscorrón? -preguntaron los ratoncitos.
Y entonces el abeto les contó todo el cuento. Podía recordarlo palabra por
palabra, y los ratoncitos estuvieron a punto de saltar hasta la cima del árbol
de tanto como les divirtió.
La noche siguiente vinieron muchos ratones más y el domingo incluso dos ratas.
Pero dijeron que el cuento no era nada divertido y esto puso muy tristes a los
ratoncitos, porque entonces también ellos pensaron que no era una gran cosa.
-¿Y ése es el único cuento que sabes? -preguntaron las ratas.
-Sólo ése -respondió el árbol-. Lo oí contar durante mi noche más feliz, pero
entonces no sabía lo feliz que era.
-¡Es un cuento malísimo! ¿No sabes ninguno sobre tocino y velas de sebo? ¿Ningún
cuento de despensa?
-¡No! -dijo el árbol.
- Pues muchas gracias -contestaron las ratas y se volvieron a casa.
Al fin hasta los ratoncitos dejaron también de venir, y entonces el árbol
suspiró:
-Pues era muy agradable ver sentados a mi alrededor a los traviesos ratoncitos,
escuchando mis historias. ¡Ahora también se han ido! Aunque procuraré divertirme
cuando vuelva a salir.
¿Pero cuándo iba a ocurrir aquello de volver a salir?
Pues sí, ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Quitaron
las cajas y sacaron el árbol; lo tiraron con pocos miramientos al suelo, pero en
seguida un criado lo arrojó por la escalera donde había luz.
«¡Ahora comienza la vida de nuevo!», pensó el árbol. Sintió el aire libre, los
primeros rayos del sol, y entonces se encontró en el patio. Todo ocurrió tan
rápido que el árbol se olvidó de mirarse, tanto había que mirar alrededor. El
patio daba a un jardín donde todo florecía. Las rosas colgaban frescas y
fragantes sobre la barandilla, los tilos estaban en flor, y las golondrinas
volaban y decían: «¡chuit, chuit, chuit, ha venido mi marido! », pero no se
referían con ello al abeto.
-¡Ahora voy a vivir! -gritó lleno de alegría, alargando sus ramas.
¡Ay!, estaban todas secas y amarillas. Había caído en el rincón entre la maleza
y las ortigas. La estrella de papel dorado estaba todavía en la cima y brillaba
al sol espléndido.
En el patio jugaban algunos de los alegres niños que habían bailado en torno al
árbol durante la Nochebuena y que tanto les había gustado. Uno de los pequeños
corrió y arrancó la estrella de oro.
-¡Mira lo que todavía queda en el repugnante, viejo árbol de Navidad! -dijo,
pisoteando las ramas, que crujieron bajo sus botas.
Y el árbol miró todo el esplendor de las flores y el frescor del jardín, se miró
a sí mismo y deseó no haber salido de su oscuro rincón en el desván. Recordó su
verde juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncitos que con tanto
gusto habían oído el cuento de Terrón Coscorrón.